lunes, 10 de febrero de 2014

Comandante, lo sabias...

Por Ariel Aloi

Supo encontrar su camino y decidido lo recorrió sin esperar el ocaso ni la tibieza otoñal, que siempre aguardan serenamente los que nunca se atreven. Del norte al sur, del este al oeste, se reconoció en lo profundo de su pueblo. En los campos y en las ciudades, en las zonas rurales y en las grandes urbes, en los cerros y en las llanuras.

Supo unir voluntades y multiplicarlas, con las manos vacías. Pero la infamia, la dura explotación y la pobreza de este pueblo le mostraron que sería imposible una senda que no fuese combatiente. Naturalmente, no se dio el lujo de los cómodos administrativos de la política tradicional, adoradores de las escrituras soberbias, las sillas inanimadas y las palabras entre pasillos angostos.
Sin saberlo, respondió con una verdadera humildad vietnamita a las esperanzas de millares y millares de trabajadores, agobiados por las torres de lujo. No fue un grato obsequio por su sonrisa, sino manifestación certera de su consecuencia. Ello nacía de su convicción y confianza en que las revoluciones se hacen a base de verdades.

Supo, allá por 1970, mirar las manos curtidas de los campesinos y los obreros y llenarlas de dura voluntad de acero. La bandera flameó por segunda vez, como en la cordillera de los Andes, como aquella que cubrió de gloria al ejército libertador del General Don José de San Martín.
Supo, sintió, comprendió, quién sabe… la tragedia de los pueblos. Y decidió, principalmente, dejar de tener las manos vacías, extendiendo su largo brazo de acero a cada rinconcito de esta Patria donde existiera la injusticia y la tristeza. El tiempo, alguna voz, habló del retorno de los héroes de nuestra primera independencia, de los patriotas que volvieron las esperanzas allá por 1810.

Supo huir de las trampas, abrir celdas, demoler cercos, atravesar desiertos. No necesitó de submarinos soviéticos, alegremente. A veces perdió, como siempre pierden los que todo lo dan, para vivir con alegría. Si las lágrimas cubrieron sus ojos, no lo sabemos… las leyendas lo dirán.

No sabía de milagros, aunque algún timorato sospeche de este aserto. Sí supo de atrevimiento, voluntad, creatividad y disciplina. Algunos poetas recitarán apasionadamente que una estrella roja lo iluminaba y unas ocho iniciales lo guiaban, la misma cantidad de letras de su apellido inmortal.

Supo hacer temblar los pisos lujosos de los ricos y desnudar sus opulencias. Un obrero, trabajador de un frigorífico, o quizás un petrolero, lo llamó Robin Hood, pero no, no fue eso. Simplemente decidió no poner la otra mejilla ante los agresores. Simplemente decidió obligar a los piratas a devolver una parte de lo mucho que robaban -y continúan- al pueblo. No era solamente por las mantas, la ropa, los juguetes, las canastas familiares, las camas, los colchones, los bloques de hormigón, los clavos para techos, las ambulancias, la construcción de dispensarios, la ampliación de escuelas, los aviones ambulancias, y quién sabe cuántas cosas más. Era mucho más, tanto más como todo.

Supo transitar los caminos de Ernesto. Con Miguel, Inti, Raúl, Edgardo y tantos otros hombres y mujeres. La Patria es humanidad, se habrá dicho innumerables veces, en esos permanentes sueños, con los ojos abiertos. Sí sabemos certeramente que como San Martín y Bolívar, como el Che, su faro fue caminar con honor y gloria la senda de la definitiva independencia de los pueblos latinoamericanos. La bandera del ejército de los Andes no fue casualidad.

Supo amar como los que aman verdaderamente. Quizás Trelew, quizás. En los ingenios, en los surcos, en las fábricas. Ese amor que subió al monte, recordando al obrero tucumano asesinado por la policía de aquella provincia. Ese amor que estalló en Monteros, Tafí, Santa Lucía, Manchalá, tan inmenso como el de los granaderos de las guerras de la independencia.

Supo distinguir a la tiranía y vivir para vencerla. Sin dudas, al decir del poeta cubano Nicolás Guillén, no fue de aquellos que mueren sobre su lecho agonizando doce meses, sino de esos que mueren cantando con doce balazos en el pecho.

Son casi 38 años, y aún presentimos tu respiración, las bocanadas de aire, la mirada terca en el horizonte, los acelerados latidos, el tableteo de tu ametralladora.

¿Quién puede decir que has muerto Comandante, si te sentimos tan vivo, si aún tanto te necesitamos? Los tiranos se equivocaron, no te pudieron dar muerte. Lo sabías, sabemos. El grito de ¡Viva la revolución! aún resuena en nuestros oídos aunque no hayamos podido oírte, blandiendo el sable del General Don José de San Martín con tu ametralladora de futuro, cuando te alcanzaban las balas de la tiranía. Lo sabías, sabemos. Cuando aquel 31 de marzo de 1976, con la reacción encima, nos decías a nosotros, las nuevas generaciones, que sentiríamos orgullo de vosotros, como ustedes lo sintieron por los héroes de la primera independencia. Lo sabías Comandante.

Seremos nosotros quienes nuevamente levantemos el sable libertario hasta ser libres o encontrar la muerte.


No hay comentarios:

Publicar un comentario