Supo encontrar
su camino y decidido lo recorrió sin esperar el ocaso ni la tibieza otoñal, que
siempre aguardan serenamente los que nunca se atreven. Del norte al sur, del
este al oeste, se reconoció en lo profundo de su pueblo. En los campos y en las
ciudades, en las zonas rurales y en las grandes urbes, en los cerros y en las
llanuras.
Supo unir
voluntades y multiplicarlas, con las manos vacías. Pero la infamia, la dura
explotación y la pobreza de este pueblo le mostraron que sería imposible una
senda que no fuese combatiente. Naturalmente, no se dio el lujo de los cómodos
administrativos de la política tradicional, adoradores de las escrituras
soberbias, las sillas inanimadas y las palabras entre pasillos angostos.
Sin saberlo,
respondió con una verdadera humildad vietnamita a las esperanzas de millares y
millares de trabajadores, agobiados por las torres de lujo. No fue un grato
obsequio por su sonrisa, sino manifestación certera de su consecuencia. Ello
nacía de su convicción y confianza en que las revoluciones se hacen a base de
verdades.
Supo, allá por
1970, mirar las manos curtidas de los campesinos y los obreros y llenarlas de
dura voluntad de acero. La bandera flameó por segunda vez, como en la
cordillera de los Andes, como aquella que cubrió de gloria al ejército
libertador del General Don José de San Martín.
Supo, sintió,
comprendió, quién sabe… la tragedia de los pueblos. Y decidió, principalmente,
dejar de tener las manos vacías, extendiendo su largo brazo de acero a cada
rinconcito de esta Patria donde existiera la injusticia y la tristeza. El
tiempo, alguna voz, habló del retorno de los héroes de nuestra primera
independencia, de los patriotas que volvieron las esperanzas allá por 1810.
Supo huir de las
trampas, abrir celdas, demoler cercos, atravesar desiertos. No necesitó de
submarinos soviéticos, alegremente. A veces perdió, como siempre pierden los que
todo lo dan, para vivir con alegría. Si las lágrimas cubrieron sus ojos, no lo
sabemos… las leyendas lo dirán.
No sabía de
milagros, aunque algún timorato sospeche de este aserto. Sí supo de
atrevimiento, voluntad, creatividad y disciplina. Algunos poetas recitarán
apasionadamente que una estrella roja lo iluminaba y unas ocho iniciales lo
guiaban, la misma cantidad de letras de su apellido inmortal.
Supo hacer
temblar los pisos lujosos de los ricos y desnudar sus opulencias. Un obrero,
trabajador de un frigorífico, o quizás un petrolero, lo llamó Robin Hood, pero
no, no fue eso. Simplemente decidió no poner la otra mejilla ante los
agresores. Simplemente decidió obligar a los piratas a devolver una parte de lo
mucho que robaban -y continúan- al pueblo. No era solamente por las mantas, la
ropa, los juguetes, las canastas familiares, las camas, los colchones, los
bloques de hormigón, los clavos para techos, las ambulancias, la construcción
de dispensarios, la ampliación de escuelas, los aviones ambulancias, y quién
sabe cuántas cosas más. Era mucho más, tanto más como todo.
Supo transitar
los caminos de Ernesto. Con Miguel, Inti, Raúl, Edgardo y tantos otros hombres
y mujeres. La Patria es humanidad, se habrá dicho innumerables veces, en esos
permanentes sueños, con los ojos abiertos. Sí sabemos certeramente que como San
Martín y Bolívar, como el Che, su faro fue caminar con honor y gloria la senda
de la definitiva independencia de los pueblos latinoamericanos. La bandera del
ejército de los Andes no fue casualidad.
Supo amar como
los que aman verdaderamente. Quizás Trelew, quizás. En los ingenios, en los
surcos, en las fábricas. Ese amor que subió al monte, recordando al obrero
tucumano asesinado por la policía de aquella provincia. Ese amor que estalló en
Monteros, Tafí, Santa Lucía, Manchalá, tan inmenso como el de los granaderos de
las guerras de la independencia.
Supo distinguir
a la tiranía y vivir para vencerla. Sin dudas, al decir del poeta cubano
Nicolás Guillén, no fue de aquellos que mueren sobre su lecho agonizando doce
meses, sino de esos que mueren cantando con doce balazos en el pecho.
Son casi 38
años, y aún presentimos tu respiración, las bocanadas de aire, la mirada terca
en el horizonte, los acelerados latidos, el tableteo de tu ametralladora.
¿Quién puede
decir que has muerto Comandante, si te sentimos tan vivo, si aún tanto te
necesitamos? Los tiranos se equivocaron, no te pudieron dar muerte. Lo sabías,
sabemos. El grito de ¡Viva la revolución! aún resuena en nuestros oídos aunque
no hayamos podido oírte, blandiendo el sable del General Don José de San Martín
con tu ametralladora de futuro, cuando te alcanzaban las balas de la tiranía.
Lo sabías, sabemos. Cuando aquel 31 de marzo de 1976, con la reacción encima,
nos decías a nosotros, las nuevas generaciones, que sentiríamos orgullo de
vosotros, como ustedes lo sintieron por los héroes de la primera independencia.
Lo sabías Comandante.
Seremos nosotros
quienes nuevamente levantemos el sable libertario hasta ser libres o encontrar
la muerte.
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